~Capítulo 2

—Debemos irnos —La suave y pasmosa voz femenina le llegó hasta los oídos, apenas luchando por hacerse audible entre el sonoro barullo y los propios sonidos fríos del aeropuerto. La gente iba y venía de un lado a otro. Siendo recibidos por amigos, por su familia, por sus parejas… Y otros tantos como él, enfundados en gélidos trajes oscuros, esperando estúpidamente a que una persona en especial llegara a darles la bienvenida. A que ella llegara y se fundiera entre sus brazos después de tanto tiempo.

Choi Minho alzó la muñeca y la sacudió ligeramente para acomodar su costoso reloj de pulso y poder fijarse en la hora. Pasaba del medio día, y él ya llevaba treinta minutos sobre suelo coreano, después de cinco larguísimos y difíciles años. Años que habían cambiado absolutamente todo de él, como un tsunami que destrozaba todo a su paso, y después de ello, nada volvía a su estado original. No puedes reconstruir con exactitud algo que se ha derrumbado. Nada es como era antes de que pasara un segundo.
Debería haberse imaginado que ella no iría a recibirlo, debería haberse marchado apenas había bajado del avión, para evitar así tal decepción. No sabía por qué seguía guardando esperanzas… Las había tenido, hasta hacía algún tiempo. Pero entonces, su propia madre le había informado de la anticipada unión. Y entonces sus alas se habían desplomado. Así que JinKi había dado un paso más rápido que él. Estúpido, debía haberse imaginado eso también. JinKi siempre había sido más rápido que él, aunque pretendiera ser diferente. ¿Torpe? ¿Distraído? ¿Ingenuo e inocente? Todas no eran más que armas de las que JinKi hacía un provechoso uso para todo, consciente o inconscientemente. Siempre había sido así.
Aún a pesar de los esfuerzos que él mismo hiciera, al único que Bella siempre había admirado era a JinKi. Había esa luz en sus ojos cuando, incluso desde pequeños, el mayor estaba cerca. Y era de quien hablaba incesablemente durante las noches.
Incluso cuando solían mantener correspondencia, hablaba de JinKi y de lo agradecida que estaba con él por saberla guiar ahora que Minho ya no estaba ahí.
¿Pero quién era él? Se había ido durante cinco años, y ni siquiera le había confesado a Isabella que la quería. ¿En qué lugar lo ponía a él? Por sus miedos e inseguridades respecto a ella, y más tarde por pensar que era demasiado joven para él, que tenía tres años más en edad y experiencia, se había ido con la esperanza de regresar y hacerlo algún día, cuando Bella comprendiera lo que amar a una persona significaba. Cuando se había ido, Isabella apenas era una niña de quince años y él ya era un adulto de dieciocho.

Y ahora, estaba comprometida con alguien mucho más grande. Estúpido, se dijo nuevamente. Había perdido su oportunidad en ese momento. Si no se hubiera largado, o si la hubiera llevado consigo… Si al menos se hubiera declarado formalmente, arriesgándose a un rechazo por parte de la chiquilla caprichosa que era entonces…
Aun así, se negaba totalmente a decir “Es demasiado tarde”. Si algo había aprendido en Londres, era a conocer a las mujeres. Bella seguía siendo una, y como todas, tenía debilidades y tentaciones. Había un punto en ella que, aunque JinKi hubiera tocado antes, él haría olvidar su tacto. Sólo tenía que descubrir cuál era.
Él también había cambiado, y, a pesar de haber llegado de un país donde la sexualidad femenina era considerada un evento indecente, Londres le había dado una pequeña probada de los placeres de la vida. Sobre todo después que se enterara del feliz acontecimiento. Era verdad… Se había desplomado. Se había dicho a sí mismo que, ahora que nada lo ataba a ella, a su pasado y a un posible regreso, podía hacer lo que quisiera. Pero estaba equivocado. No era eso lo que quería. Quería a JinKi lejos, eso era lo que quería en verdad. Si él no iba a tenerla, ¿Por qué JinKi tendría derecho? Lo había empezado a odiar sin poder hacer nada al respecto…
Hasta que un viejo amigo, Jonghyun, le había dicho que la traición nunca se esperaba del lado amigo, su lado cruel había despertado. ¿A caso JinKi no lo consideraba su amigo? Si traicionar era la única manera que tenía ahora… Lo iba a hacer. Quizás no fuera la manera más correcta de hacerlo. Pero él iba a obtenerla antes de que JinKi lo hiciera. Aunque Bella lo hubiera olvidado como persona y continuara prefiriendo a JinKi, aunque destruir aquella firme amistad fuera doloroso… O lo que quedaba de aquella amistad. Porque él… Ya no sentía nada.

— ¿Jefe?

— ¿Qué? —Se limitó a responder sin volver su rostro a la hermosa mujer rubia que estaba detrás de él. Yadira posó una de sus pequeñas manos en su hombro y Minho se alejó como si su tacto quemara. Odiaba que lo tocara. Cada vez que ella se acercaba, odiaba la sensación. Y aún a pesar de eso, la mujer parecía no entender. Dejando la modestia a un lado, él sabía que era atractivo para las mujeres, aún a pesar de sus rasgos asiáticos, estas se regodeaban a su alrededor sin importarles la diferencia racial. Yadira no parecía ser la excepción. Y eso le purgaba. Sabía lo que mujeres como ella buscaban: Un buen revolcón con servicio a la habitación, viajes por la isla Jeju en yates privados y horribles bolsos de Prada. Y si él bien se dejaba tontear, un anillo al dedo y pensión alimenticia millonaria de por vida. Le daba un asco terrible el solo pensarlo.

—Tenemos que marcharnos; su madre está al teléfono y ha dejado un mensaje… Quiere encontrarse con usted durante el almuerzo… —El molesto acento inglés de la mujer le taladró los oídos y Minho lanzó una maldición en coreano dedicado a la irritante fémina de gélidos ojos azules, quien por supuesto, no entendió ni media palabra, pues su conocimiento sobre el idioma se limitaba a ser conversacional. Minho no quería que entendiera más de lo que a él le convenía.

―Me encontraré con ella más tarde… Ya tengo planes ―Murmuró Minho dedicándole una desdeñosa mirada por encima del hombro y sin volver la vista atrás, se alejó del séquito de ejecutivos que iban con él como un enjambre de abejas persiguiendo un tarro de miel. Lo tenían harto, pero lamentablemente, para ellos, no podrían seguirlo a donde iba. No, señor. No era una marioneta que podían manejar a su antojo, y mucho menos un niño que debía ser cuidado hasta para ir al baño.



―HaNa-sshi, por favor, programa una junta con la plantilla de instructores a las seis de la tarde, necesitamos afinar los detalles sobre ese plan de estudio para la nueva generación de la academia; Ahora que el señor JinKi ha tenido que salir del país repentinamente, esa reunión queda a mí cargo… ¿Y sería mucha molestia para ti traerme un café americano cargado? No he dormido en tres días y de verdad que necesito…—Bella hablaba casi de manera automática, sin pensar demasiado en lo que decía. Estaba tan cansada, que no ponía articular palabras que no fueran sobre trabajo y más trabajo. Tenía muchas cosas que hacer, tanto que reorganizar y muchísimo más que debatir. La carga de trabajo podría resultar excesiva, pero era sumamente necesaria. Lo sacaría todo aunque pasara dos semanas en el hospital después de hacerlo.

― ¡Está aquí, está aquí! ―La aguda voz de su madre llegó hasta sus oídos desde el pasillo lateral a su despacho, dejándola boquiabierta cuando abrió la puerta con tanta energía que esta azotó contra la pared blanca, sacudiendo los cuadros de arte moderno que se hallaban colgados en ella. Bella la miró de pies a cabeza como si mirara a una pequeña niña en pleno ataque de felicidad que se volvía loca, le restó importancia y regresó su atención al auricular que tenía contra la oreja para seguir haciéndole peticiones a su asistente personal. De verdad que tenía muchas cosas que hacer, y no tenía tiempo para las acciones extravagantes de su madre, sobre todo cuando era lo que se imaginaba que era. Tenía muchas cosas en qué pensar. JinKi había tenido que salir a los Estados Unidos de manera urgente, pues se habían detectado problemas para la entrada al país de los encargados de las audiciones que se harían por primera vez ahí y ni siquiera le había dado tiempo de avisarle personalmente. Todo había ocurrido de manera tan fugaz que aún le costaba recordar que ya no estaba en el edificio continuo.
JinKi le había pedido que se hiciera cargo de los asuntos internos mientras él estaba fuera, resolviendo aquella situación, aunque ella también tenía su propia carga de trabajo… Iba a volverse loca, pero lo haría una vez que todo el trabajo estuviera terminado.

―Muchísimas gracias, cuando traigas lo que te he pedido, puedes salir a comer.

Ni siquiera había colgado cuando su madre emitió un agudo chillido que la dejó sorda durante un par de segundos. Sentía la cabeza a punto de estallarle, y seguía pensando en su cita con el contador principal de la empresa; había muchas cosas que poner al corriente en cuanto a administración, y ella tenía que revisar el proceso minuciosamente, como le había enseñado su padre, pues aunque el contador fuera de confianza, JinKi le había expresado ciertas dudas respecto a él y su forma de trabajo. Ahora que… él, su padre, ya no podía hacerlo, era natural que ella tomara su lugar en la empresa. No era que le molestase, amaba aquella agencia tanto como la amaba su progenitor, puesto que la había visto crecer al tiempo que ella,, pero aún se preguntaba si podía dar el ancho. No se sentía preparada. Según su madre, a su edad debería estar preocupándose por su manicure y las compras; aunque ella consideraba que debería más estar luchando por hacerse paso en la universidad sin causar revuelo. Nunca le había gustado ser el centro de atención, entre más desapercibida pasara, mejor; y ahora era la directora general de la empresa… ¿No era irónico?

― ¡Bella, ya está aquí! ―Chilló la mujer que tenía delante al tiempo que se sacaba el pequeño sombrero estilo inglés de la cabeza. La cabeza de Isabella no funcionaba en otras cosas que no fueran MH Entertainment en ese momento, así que, sin levantar la vista de los documentos que había empezado a llenar a mano sobre el escritorio, preguntó sin demasiado interés:

― ¿Qué cosa, qué pediste esta vez de Francia? ―Seguramente su madre habría hecho otra vez esas compras por internet que tanto le gustaba hacer. Se acomodó las pequeñas gafas sobre el perfecto tabique de su nariz y continuó en su tarea, más preocupada en terminar lo que estaba haciendo que en escuchar la respuesta.

― ¡Tontita, hablo de nuestro querido Minho-gun! Ha llegado a Seúl hace unas horas, hablé por teléfono con él; tiene tantas ganas de verte que viene en camino justo ahora, ¡Ni siquiera ha visto a su madre, pero muere por encontrarse contigo! ¿No es de lo más tierno? Después de todo este tiempo, sigue queriéndote como a una hermana pequeña… Pero, ¿Bella? ¿Estás bien? ¿No te da gusto?

La madre de Bella se percató, entonces, de que el color sonrosado habitual en el rostro de su hija había desaparecido completamente, y sus ojos se habían mantenido fijos sobre el papel, dejando olvidada su tarea de seguir escribiendo sobre este, como si sus dedos no respondieran.
Isabella sintió como su corazón se había detenido de golpe, y de repente, su cerebro se había desconectado de su cuerpo. No podía moverse, no podía hablar. Había olvidado cómo hacerlo, y cómo debería reaccionar. Era como si su cuerpo se hubiera congelado de forma súbita.
“Ha llegado a Seúl… Viene en camino… Como a una hermana pequeña”.
Aquellas palabras estaban reproduciéndose rápidamente en su cabeza, una y otra… y otra vez, sin cesar. Enterrándose en sus oídos como clavos oxidados que la volvían loca.

― ¿Hija? ―Isabella dio un respingo cuando la pequeña mano de su madre tocó su frente por instinto en busca de fiebre, y su corazón empezó a latir furiosamente dentro de ella. ¿Se había apagado el aire acondicionado? ¿Por qué de repente hacía tanto calor? ¿Las paredes se estaban cerrando o estaba experimentando un ataque de claustrofobia? Incluso cuando no la padecía ―Isabella, ¿Qué pasa? ¿Te sientes bien? Deberías tomar un descanso, mira cómo estás quedando otra vez, en los huesos, con lo mucho que te cuesta ganar peso…

― ¿Q-qué decías hace un momento? ―Su voz tartamudeó al articular palabra, sentía como si su lengua se hubiera convertido en gelatina de un momento a otro.

―Que deberías tomarte un pequeño descanso, hace un minuto te quedaste como si hubieras visto a un fantasma. Deberías ir al hospital, estas jornadas de trabajo… ―Había empezado a recitar su madre con aquél tono demandante que utilizaba cuando intentaba regañarla por las largas horas que dedicaba a la empresa. Pero las palabras huecas que su madre decía no estaban captando su atención, sino lo que había dicho antes. Entonces… No había sido una ilusión. Choi Minho en realidad había regresado.

Isabella no supo si quería verle o no. Y de repente, la urgencia por salir de su despacho e irse antes de que él llegara le carcomió los nervios y la hizo ponerse en pie de un salto. Apagó el monitor de su ordenador, recogió los papeles que tenía sobre la mesa, sin detenerse a ordenarlos, y se estiró rápidamente, avanzando para tomar su bolso del perchero de madera fina situado junto a la puerta de la oficina. La urgencia le navegaba por las venas. “Por favor, no me permitas verle…”.

― ¿Bella? ¿A dónde vas? ―Fue la pregunta que escapó de los entreabiertos labios de su madre. No se molestó en explicarle nada, no tenía por qué hacerlo. Sólo quería salir corriendo de ahí tan rápido como sus débiles piernas se lo permitieran. Quería huir de esa profunda mirada que siempre le había hecho temblar el corazón. Aunque lo había extrañado hasta la muerte… Sabía que si lo veía, sólo empeorarían las cosas. Y ella era una mujer comprometida ahora, no podía dejarse arrastrar por sus emociones en cuanto lo viera, y estaba segura de que eso pasaría, porque siempre había sido así. No era eso lo que su familia se merecía. Y mucho menos lo que JinKi se merecía.
No, por supuesto que no. JinKi valía más que eso. JinKi merecía más de lo que ella era capaz de darle, de lo que podía darle a cualquier otra persona. Estaba tan agradecida con él… A pesar de todo, ella le debía tanto como a sus padres. Y si Minho aparecía de nuevo frente a ella, con aquél brillo en los ojos y su sonrisa victoriosa, todo se le derrumbaría. Porque había pasado muchas veces antes, desde que había cumplido ocho años y se había dado cuenta de que, en su inocencia infantil, le gustaba su oppa.
Pero él era mayor, y seguramente le gustaban niñas de su edad. Y luego, cuando había tenido la edad suficiente para saber que aquello era amor y no un mero capricho y, aun a pesar del riesgo a ser rechazada, quería confesarle sus sentimientos, él se había marchado lejos, muy lejos de ella. Se había convencido a sí misma de que olvidar aquél caprichoso amor por él era lo mejor, independientemente de lo que pasara en el futuro. Porque Minho nunca la vería de la forma en que ella lo veía a él, y sería un circulo vicioso que nunca acabaría. La vida sin Choi Minho iba a seguir, se había acostumbrado físicamente a su ausencia, aunque aún faltaba acostumbrar a su corazón a la lejanía de sus almas. Sobretodo ahora, que ella estaba por casarse con un hombre ejemplar: El mejor amigo de ambos. Un hombre que valía el cuádruple de su peso en oro y podía hacer girar al mundo con una sola sonrisa. Iba a casarse con Lee JinKi.

—Tengo que salir; Si viene él, le dices que me disculpe… —Le dijo firmemente a su madre, apuntando hacia el cielo con el dedo índice y salió del despacho como alma que llevaba el diablo, temiendo encontrárselo entre los pasillos. Su corazón latía apresuradamente, con tanta fuerza que temía que este explotara de un momento a otro.

Cruzó con exagerado nerviosismo los corredores, mirando hacia todos lados buscando a alguna persona similar a él, y llegó hasta los elevadores, echando un tembloroso suspiro. Al parecer, él aún no había llegado al edificio, y aún si lo hubiera hecho, no había subido a la última planta, donde ella estaba.
Inhaló intranquila, alisándose la blusa blanca de seda que se escondía a partir de la cintura bajo una falda de talle alto en color beige. Sentía la respiración enloquecida y le dolía el pecho por la carrera de salir huyendo.
Ella no solía ser cobarde. Ni siquiera cuando toda la responsabilidad de la agencia había caído sobre sus hombros, y en sus manos estaba el volver a ponerla en pie. Se había enfrentado, con la cabeza en alto y sus pocos años de vida, a la junta de accionistas de aquél imperio de entretenimiento que su padre había erigido hacia muchos años, muchísimo antes de que ella estuviera planeada. No había huido de treinta hombres que tenían el poder suficiente para ayudarla a mantener el esfuerzo de su padre, o tirar aquellas décadas de duro trabajo por el caño.
Y ahora estaba ahí, escurriéndose de un par de ojos que sólo tenían el poder suficiente para destruirla a ella. No, se dijo a sí misma y clavó la vista en las puertas de metal delante de ella, hasta que estas se abrieron automáticamente, y la visión de aquél hombre que desde siempre la había descontrolado de formó dentro del elevador. Como una estela de humo negro apareciéndose ante sus ojos perplejos.

Santo Dios…

Se quedó estática en su sitio, sin poder moverse o articular palabra y se aferró a las carpetas que llevaba entre los brazos, sintiendo como cada terminal nerviosa de su cuerpo se desmoronaba y cada latido de su corazón colapsaba; sintió un estallido en el vientre y sus ojos amenazaron con llenarse de lágrimas. Lágrimas que se obligó a tragarse apenas las percibió, pues sería demasiado vergonzoso y agobiante si las dejara escapar. El nudo de su garganta se había apretado, impidiéndole respirar y Bella pudo sentir los hilos de su dignidad amenazando con romperse.

Él estaba ahí, dentro del ascensor, mirándola fijamente con sus grandes y rasgados ojos negros fijos eternamente en ella. Como hermosas lagunas oscuras.
Todo el mundo desapareció para Isabella. El mundo dejó de girar. Las luces del día se desvanecieron. El sonido de la vida bajó su volumen, y sólo pudo enfocarse en aquellos ojos profundos y hermosos que no veía desde hacía poco más de cinco años y que había echado de menos con el corazón entero.
Su respiración se había detenido junto al palpitar de su corazón.
¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿De verdad habían sido sólo cinco años, o se trataba de una eternidad? El pecho le dolía… Lo había extrañado tanto. Cada segundo que había sucedido al instante en que él se había marchado… Lo echaba más de menos. Era como si, a cada minuto, una espina envenenada se hubiera clavado en su corazón. Y ahora… Lo tenía en frente, después de tantos años sin haber escuchado su voz. De no haberse hundido en ese mar de miel oscura de sus irises y haber sentido el tacto de sus dedos sobre su cabello enmarañado.
¿Habría cambiado demasiado? ¿Seguía siendo el mismo Minho al que había conocido a los seis años y del que se había descubierto enamorada a los trece? ¿Seguiría siendo él?
Las inmensas ganas de precipitarse a sus brazos y abrazarlo hasta fundirse con él la aturdieron por un segundo, un segundo que en que él nunca apartó sus hermosos ojos de los de ella. Seguía siendo tan guapo… Tan hermoso. Como una escultura griega en el museo. Simplemente perfecto y cincelado.
Sus rasgos esbeltos y afilados habían desaparecido, dejando paso a un fuerte mentón de mármol, más ancho y más prominente. Aquella melena pelinegra que siempre la había hecho soñar con enredar sus dedos en ella y hundir su nariz para disfrutar de su suave aroma, simplemente ya no estaba. Había sido reemplazada por un despreocupado corte que le llegaba a las cejas y moría antes de llegar a la base de su esbelto cuello. La negrura natural de su cabello brillaba más que nunca bajo las luces blanquecinas del pasillo. Como si un haz de luz lo iluminara desde la espalda.
No sé fijó en otra cosa más que su apuesto rostro. No había otra cosa que le quitara más la respiración desde que tenía trece años, y eso no había cambiado en absoluto… No importaba cuánto tiempo pasara, él seguía viéndose realmente guapo. Perfecto. Seguía erizándole la piel y acelerándole los latidos como hacía cinco años.

―Isabella… ―Ella se dejó arrastrar, perpleja por la profundidad de su voz y la necesidad de su propia alma por escuchar su nombre escapar de sus labios, hasta que aquellos largos brazos que tanto había amado y extrañado la envolvieron por los hombros. Ella ni siquiera podía corresponderle… Porque lo que había estado temiendo, finalmente estaba produciéndose. Nunca lo dejaría de amar, así pasaran cien mil años.
Su corazón nunca estaría dispuesto a olvidarlo y alejarlo. No podía. No quería.

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